[...]
- Si me dejás, me mataré - Dijo.
Alejandra lo miró con expresión grave. Y luego, con una singular mezcla de dureza y melancolía en el acento, dijo:
- Yo no puedo hacer nada, Martín.
- ¿No te importa que me mate?
- Claro, cómo no me va a importar.
- Pero no harías nada por impedirlo.
- ¿Cómo podría impedirlo?
- Así que te sería lo mismo que me mate o que siga viviendo.
- Yo no he dicho eso. No, no me sería lo mismo. Me parecería horrible que te matases.
- ¿Te importaría muchísimo?
- Muchísimo.
- ¿Y entonces?
La miró con cuidado y ansiedad, como se mira a alguien en inminente peligro, buscando el menor indicio de salvación. ''No puede ser'', pensaba. ''Una persona que ha pasado conmigo las cosas que ha pasado, hace apenas pocas semanas, no puede creer de verdad todo esto.''
- ¿Y entonces? - insistió.
- ¿Entonces, qué?
- Te digo que acaso me mate ahora mismo, tirándome debajo del tren en Retiro, o en el subterráneo. ¿Te sería igual?
- Ya te he dicho que no me será igual, que sufriré horrores.
- Pero seguirás viviendo.
Ella no respondió, revolvió el resto de su café y miró al fondo de la tacita.
- ¡De modo que todo lo que hemos pasado juntos en estos meses, todo eso es una basura que hay que tirarla a la calle!
- ¡Nadie te ha dicho eso! - casi gritó.
Martín se calló, perplejo y dolorido. Después dijo:
- No te comprendo, Alejandra. Nunca te comprendí, en realidad. Estas cosas que decís, estas cosas que me hacés, transforman también aquello. [...]
Ernesto Sábato; Sobre héroes y tumbas: II Los rostros invisibles - XXI