Caminaba sin ver a su alrededor, mientras restos de pensamientos eran nuevamente fragmentados por violentas emociones, como edificios destruidos por un terremoto que son sacudidos por nuevos temblores.
Tomó un ómnibus y la sensación de que el mundo no tenía sentido se le presentó con mayor fuerza: un ómnibus que corría con tanta decisión y potencia hacia alguna parte que a él no le interesaba, un mecanismo tan preciso, técnicamente tan eficaz, llevándolo a él, que no tenía ningún objetivo ni creía ya en nada ni esperaba ni necesitaba ir a alguna parte; un caos transportado con horarios exactos, tarifas, cuerpos de inspectores, ordenanzas de tránsito. Y estúpidamente había tirado las inyecciones para el corazón y buscarlo a Pablo para eso era como ir a un baile para encontrar a Dios o al Diablo. Pero el tren, el paso a nivel de la calle Dorrego, tal vez allí, un instante y se acabó, recordaba aquella vez el gentío, qué pasa, qué pasa, no se podía llegar hasta el centro del gentío, se oía qué horror, lo agarró descuidado, qué esperanza, que está diciendo, se tiró adrede, se quiso matar y otro que gritaba aquí hay un zapato con un pie. O tal vez el agua, el puente de la Boca, pero el agua aceitosa allá abajo y acaso la posibilidad de durar o arrepentirse en aquellos segundos de la caída, fragmentos de tiempo que pueden ser quién lo sabe, existencias enteras, monstruosas y vastas como los segundos de una pesadilla. O encerrarse y abrir la llave del gas y tomar muchas píldoras como Juan Pedro, pero Nené dejó una rendija de la ventana, pobre Nené pensó con ironía cariñosa. Y su sonrisa en medio de la tragedia era como un solcito que fugazmente apareciera en un día tormentoso y frígido de grandes inundaciones y maremotos (...)
Ernesto Sábato; Sobre héroes y tumbas: IV Un dios desconocido - V