Una vez hice un pozo y me metí adentro. Afuera había una tormenta de arena y el viento cargado de polvo me raspaba la piel y me lastimaba adentro. Adentro había lombrices y cada tanto algún bicho, pero por lo menos no había viento que lastimara. Alguna que otra picadura de insecto, pero nada que un beso no pudiera curar. Qué lindo un beso tuyo.
Las paredes de mi pozo eran de seda y estaba tibio. No como un café que se enfría o un vaso de agua que se calienta. Era como la ducha cuando encontrás el punto justo entre el agua caliente y la fría. Había tanta seguridad ahí adentro como abajo de las mantas de tu cama cuando afuera había ruidos raros o como cuando papá se disfrazaba y agarraba mi palo de hockey para pegarle a todos los fantasmas que apareciesen.
Ahora sé que se necesita más que un ancho de basto para retrucar a un fantasma. Pero estaba orgulloso de ese agujero ¿Nunca le mostraste a tu mamá cómo hacías la vertical? Bueno así.
Una vez hice un pozo para que no me golpeara la tormenta y me dormí adentro confiando en que parase. Cuando me desperté estaba enterrado así que seguí cavando con la esperanza de llegar a China.